jueves, 22 de marzo de 2007

Copérnico y su monolito

Por Leonardo Moledo

“El centro de la Tierra no es el centro del Universo; lo es solamente de la gravedad y de la órbita de la Luna. Todos los planetas se mueven alrededor del Sol como su centro; así el Sol es el centro del Universo.”
Copérnico, Commentariolus

En el parque que rodea al Planetario de la ciudad, hay un par de monolitos que homenajean a dos grandes héroes de la historia de la astronomía: Copérnico y Galileo. Como era de esperar también, ambos fueron fruto de un vandalismo moderado, y el mármol –especialmente en el caso de Copérnico– está roto a botellazos o pedradas con que los chicos que salían de los boliches cercanos competían preparándose para las olimpíadas de astronomía. Así, el monolito de Copérnico (donado por la comunidad polaca) aparece con el mármol quebrado y cada vez que uno pasa delante se encuentra con un medallón que retrata a Copérnico sobre una base imperfecta.

Naturalmente, está mal, pero cada vez que lo miro, no puedo evitar pensar que el monolito tal cual está representa perfectamente al gran astrónomo (y mi científico preferido). Hay cierta correspondencia entre el homenaje y la obra. Porque en realidad, la obra de Copérnico también fue imperfecta; el sistema que surgió de su gran libro Sobre las revoluciones de las esferas celestes, era al fin y al cabo un sistema lleno de errores, y, sobre todo, que despertaba interrogantes que Copérnico no podía responder.

Por empezar, y como no coincidía con las observaciones, obligó al gran astrónomo a agregar epiciclos deferentes al peor estilo ptolomeico (es decir, del sistema que pretendía destronar). Y, además, no era un sistema heliocéntrico, ya que el Sol no estaba en el centro del sistema, sino que todo giraba alrededor de un “sol medio” que se parecía demasiado a ciertos puntos ficticios que Ptolomeo había introducido para subsanar los problemas de su propio sistema.

Copérnico hizo lo que pudo, y leerlo realmente es una experiencia de audacia y genio científico como hay pocas: los Principia de Newton son perfectos, los libros de Kepler son indescifrables por su atmósfera mística, los de Galileo parecen escritos ayer, con el lenguaje de nuestra época y para un interlocutor moderno (un lector de Futuro, digamos), pero el libro de Copérnico es una lucha durísima en una época que no le daba las herramientas para salir adelante y en la que (dice) reina la confusión; baste pensar que sin que Copérnico lo supiera (recibió un ejemplar de su libro ya en su lecho de muerte) “se deslizó” un prólogo apócrifo que presentaba al sistema como absolutamente especulativo y sin pretensiones de describir la realidad. “No es necesario que estas hipótesis sean verdaderas, ni siquiera verosímiles. Alcanza con que provean un cálculo conforme a las observaciones (...) No son por fuerza verdaderas y ni siquiera probables (...) No se las expone para convencer a nadie de que sean verdaderas, sino tan solo para facilitar el cálculo.” El autor del fraude fue Osiander (1498-1552), un teólogo protestante de Wittenberg, y la verdad es que no hay que condenarlo de buenas a primeras al pobre Osiander, que probablemente obró de buena fe, tratando de proteger a Copérnico de los disgustos y problemas de enfrentar a la Iglesia. La verdad es que no hace falta más que leer a Copérnico para darse cuenta de que escribía movido por el más crudo realismo, y no tenía la menor duda de que la Tierra se movía y el Sol ocupaba el centro del sistema.

Y, justamente, primero describe el caos reinante en la astronomía de entonces:

“No todos utilizan los mismos principios y supuestos, ni las mismas demostraciones, pues unos usan solo círculos homocéntricos (es decir, la cosmogonía de Aristóteles) otros excéntricos y epiciclos (es decir, la astronomía de Ptolomeo), con lo que no consiguen los buscados.... y estas cosas no sucederían si se siguieran principios seguros”.

Y cuenta a continuación, que ante tal desorden

“En consecuencia, reflexionando largo tiempo conmigo mismo sobre esta incertidumbre de las matemáticas transmitidas para los movimientos de las esferas del mundo (...) me esforcé en leer los libros de todos los filósofos que pudiera tener, para indagar (...) Y encontré en Cicerón que Niceto de Siracusa (siglo V a.C.) fue el primero en opinar que la Tierra se movía. Después, también en Plutarco encontré que había algunos otros de esa opinión (los pitagóricos, y Heráclides Póntico (siglo IV a.C.) también creían que la Tierra giraba).

Y de inmediato la frase decisiva

“Y así empecé yo también a pensar que la Tierra se movía”.

Y con esa frase comienza la revolución que cambió la ciencia y el mundo. Sin preocuparse de las críticas a enfrentar (¿por qué el aire y los pájaros no se quedan atrás? ¿Por qué la Luna sigue a la Tierra en el espacio? ¿Por qué no se advierte ningún signo de tal movilidad? ¿Por qué el sistema no coincide con las observaciones y obliga a recurrir a los viejos epiciclos y trucos? y sin saber ni poder saber que estaba atrapado en el dogma –que se remontaba a Platón, casi dos mil años antes– sobre la circularidad de los movimientos celestes y que Aristóteles refrendó aún más. Otro argumento en contra era la falta de observación de paralaje estelar: si la Tierra realmente se moviera alrededor del Sol, era un resultado elemental de astronomía que las estrellas se debían ver ligeramente movidas desde un extremo a otro de la órbita. Copérnico contestaba que las estrellas estaban muy lejos para que ese paralaje fuera observable –de hecho tenía razón, y la primera se detectó con telescopios ¡recién en 1826!)–.

Así, el sistema salió medio chueco (Copérnico no cuestionó las esferas de cristal y agregó a la Tierra un inexistente movimiento de trepidación) pero con esas herramientas, tuvo la osadía bárbara de romper con dos mil años de tradición, y –él solo, y el primero en el Renacimiento– producir un cambio tal que el término “revolución copernicana” quedó como sinónimo de transformación total de las ideas.

Por eso, aunque manifiesto mi indignación –como si fuera el mismísimo Osiander– pienso que ese monolito herido refleja perfectamente a uno de los científicos más maravillosos, valientes y profundos de todas las épocas.



Nota: lamento haber sido yo la persona que publica esta interesante nota en el blog y no el natural encargado de hacerlo que hasta ahora brilló por su ausencia en el blog.

Juan

El pendrive y el Aleph

Un investigador de Minnesotta, Estados Unidos, llamado Gordon Bell (trabaja en Microsoft) en el año de gracia de 2000, y tras comprobar que el Y2K no había sido más que un escandaloso fraude, puso en marcha un curioso experimento: almacenar toda, absolutamente toda, la información que emitía y recibía. Con un terabyte (mil gigabytes) –tal era su hipótesis– se puede guardar toda la información que contiene una vida humana, desde los primeros llantos de la infancia hasta todas las palabras emitidas, las canciones cantadas, los movimientos hechos, los pensamientos pensados, sin olvidar ni dejar pasar ningún detalle ni los últimos suspiros. Dada la tendencia a la miniaturización, y puesto que ya los pendrives de uno o varios gigabytes corren como agua, nada impide pensar en que se reduzcan mil veces y –si Gordon Bell tiene razón– pronto tengamos pendrives que almacenen nuestras vidas como antes se guardaban los álbumes de fotografías y que cualquiera pueda llevar la totalidad de una persona en su bolsillo.

¿Y después qué? Con 6 mil millones de terabytes se puede almacenar la vida de toda la humanidad, y seguramente con algunos ceros más agregados al número de terabytes se podrá guardar toda la información que la humanidad posee o poseyó; nada parece poner límites a la miniaturización.

Estaba yo contando esto cuando alguien me preguntó: ¿se podrá construir finalmente un pendrive que almacene toda la información que existe en el universo? A lo cual varios interlocutores no veían obstáculo alguno. “Depende”, dije yo. “Un pendrive que almacene toda la información del universo se podría construir siempre y cuando no existan los números, porque si los números existen objetivamente en el universo, el pendrive tendría que almacenarlos también y tendría el tamaño de un Aleph. Aleph es el primero de los números infinitos (transfinitos) de Cantor, y mide la cantidad de números naturales 1, 2, 3, 4, entre otras muchas cosas.

Si los números existen, cosa que está por verse y sobre lo cual no se ponen de acuerdo los filósofos, el pendrive debería ser infinito, y por lo tanto imposible de construir.”

“Sin contar –seguí– con que si, si los números naturales existen (1, 2, 3, 4, 5,..., etc...) existen también los números reales (los representados por los puntos de una recta que son infinitos también, pero son `más infinitos’ que los números naturales, y que la serie de infinitos cada vez más grandes sigue y sigue sin terminar nunca... ¿qué pendrive puede seguir esa serie, si los números naturales existen? El único consuelo es pensar que los números naturales son solamente una ficción y entonces, quizás...”

La referencia era inevitable.

–¿Pero entonces el Aleph de Borges, que incluye toda la información del universo, no es posible?

–En la ficción, puede ser –dije–, pero aun en la ficción el Aleph de Borges es un objeto contradictorio y paradójico si es que existen los números: ocurre que todo conjunto tiene lo que se llama “conjunto de partes”, formado por todos los pedazos de ese conjunto: así, el conjunto de partes de (1, 2, 3), es: ((1), (2), (3) (1,2), (1,3), (2,3)) y es siempre más grande que el conjunto original. Y si el conjunto original es infinito, Cantor demostró que el conjunto de partes de todas maneras es más grande, “más infinito” que el conjunto de partida que jamás puede contener a su conjunto de partes.

Ahora, Borges afirma: “¿Cómo transmitir a los otros el infinito Aleph que mi memoria apenas abarca? (...) El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba allí sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América (...), vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra (...) y sentí vértigo y lloré porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.

Es decir, admite haber visto el Aleph y todas las partes del Aleph, hecho matemáticamente imposible si existen los números. Pero Borges habla del tercer escalón, en el descenso al sótano, es decir, acepta los números, en una flagrante contradicción. Como le ocurriría a Gordon Bell si en vez de guardar toda la información de una vida quisiera encerrar en un pendrive el universo entero, números incluidos.

–¿Y si los números no existieran? –preguntó alguien.

–Si los números no existieran –dije–, todas esas cosas serían posibles, pero prefiero el silencio.

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